See Disclaimer Below.

Posts Tagged ‘Why Liberalism Failed’

El Why Liberalism Failed de Deneen ataca una versión falsa del liberalismo

In Arts & Letters, Book Reviews, Books, Christianity, Conservatism, Historicism, History, Humanities, Liberalism, Modernism, Philosophy, Politics, Scholarship, Western Civilization, Western Philosophy on October 2, 2019 at 6:45 am

This post originally appeared here at Mises.org. 

Sólo los audaces titulan un libro Why Liberalism Failed. Patrick Deneen, el Profesor Asociado de Ciencias Políticas David A. Potenziani Memorial de la Universidad de Notre Dame, ha hecho precisamente eso, proponiendo que tal fracaso ha ocurrido realmente y estableciendo la expectativa irrazonable de que él pueda explicarlo. Su premisa operativa es que el liberalismo creó las condiciones para su inevitable desaparición, que es una ideología autoconsumidora y autodestructiva que sólo tiene unos 500 años. (p. 1) «El liberalismo ha fracasado», declara triunfante, «no porque se quedara corto, sino porque era fiel a sí mismo. Ha fracasado porque ha tenido éxito». (p.3)

Deneen no define el término liberalismo, que no está en su índice a pesar de que se encuentra en todo el libro. Tengo la certeza de que uno de los revisores del manuscrito pre-publicado recomendó su publicación a los editores de Yale University Press, siempre y cuando Deneen definiera el liberalismo de manera convincente y luego limpiara sus descuidadas referencias a él. Deneen ignoró este consejo, dejando el manuscrito como está. Su genealogía del liberalismo es aún más problemática a la luz de esta negativa a aclarar.

Deneen presenta una aparente paradoja, a saber, que el liberalismo, bajo la bandera de la libertad y la emancipación, produjo su opuesto: un vasto, progresista y coercitivo Estado administrativo bajo el cual los individuos se han vuelto alienados, amorales, dependientes, condicionados y serviles. «El proyecto político del liberalismo», afirma, «nos está moldeando en las criaturas de su fantasía prehistórica, que de hecho requería el aparato masivo combinado del Estado moderno, la economía, el sistema educativo y la ciencia y la tecnología para convertirnos en: seres cada vez más separados, autónomos, no relacionales, repletos de derechos y definidos por nuestra libertad, pero inseguros, impotentes, temerosos y solos». (p.16)

En esta línea se oyen ecos de Sartre, y el existencialismo recomienda un cierto individualismo: la libertad del agente racional, que ha sido empujado a la existencia sin elección ni culpa propia, a querer su propio significado en un mundo absurdo y caótico. Pero el existencialismo es una especie de individualismo diferente de la que motivó a Hobbes, Locke y Mill: los principales objetivos de la ira de Deneen. Es cierto que a Mill no le gustaba la conformidad dogmática con la costumbre, pero es una costumbre, incluso se podría decir que es una posición conservadora. Hay que mantener o conservar, después de todo, un modo crítico de abordar cuestiones difíciles sin suponer que ya se han encontrado todas las soluciones adecuadas. Cada época debe revisar sus enfoques de los problemas perennes. Hay muchas cosas que no le gustan desde una perspectiva cristiana, pero sus desagradables conclusiones no necesariamente se derivan de su método de indagación o de su apertura a examinar de nuevo los rompecabezas y los problemas con los que nuestros antepasados lucharon.

El liberalismo clásico o libertarismo al que se adhieren los individualistas cristianos promueve la paz, la cooperación, la coordinación, la colaboración, la comunidad, la administración, el ingenio, la prosperidad, la dignidad, el conocimiento, la comprensión, la humildad, la virtud, la creatividad, la justicia, el ingenio, y más, tomando como punto de partida la dignidad de cada persona humana ante Dios y ante la humanidad. Este individualismo prospera en culturas fundamentalmente conservadoras y no cuadra con la caricatura de Deneen de una caricatura de una caricatura de un individualismo «liberal». Este individualismo conservador, una criatura del liberalismo clásico, aboga por la libertad a fin de liberar a los seres humanos para que alcancen su máximo potencial, cultivar una ética y una moral generalizadas y mejorar sus vidas e instituciones mediante el crecimiento económico y el desarrollo. ¿Y quién puede negar que la economía de mercado con la que está vinculada ha dado lugar, en todo el mundo, a mejores condiciones de vida, avances tecnológicos y médicos, descubrimientos científicos, curiosidad intelectual e innovación industrial?

Deneen desea rebobinar el tiempo, recuperar la virtuosa «autogestión» de los antiguos que, según él, se basaba en el «bien común». (p. 99) Ve en la antigüedad un arraigo social que se alinea con el cristianismo tal como lo ejemplifican en el mundo moderno las comunidades amish (p. 106-107) Su celebración de las artes liberales tradicionales adopta, dice, «una comprensión clásica o cristiana de la libertad» (p. 129) que enfatiza las normas y localidades situadas, las culturas arraigadas y las continuidades institucionales. Esta, sin embargo, es una curiosa visión de la antigüedad, que contradice los rasgos anticristianos del pensamiento clásico y antiguo, ensalzada por Friedrich Nietzsche, Ayn Rand y Julius Evola, que valoraban los elementos paganos de «la antigua alabanza de la virtud» (p. 165) y menospreciaban el mundo moderno por ser demasiado cristiano.

A Deneen no le interesan los liberalismos, es decir, la multiplicidad de conceptos que vuelan bajo la bandera del liberalismo. Prefiere casualmente agrupar variedades de enfermedades genéricas (desde la agricultura industrializada hasta el enamoramiento con el STEM, la diversidad, el multiculturalismo, el materialismo y la autonomía sexual) como productos del único enemigo común de todo lo bueno que los períodos clásico y medieval tenían para ofrecer. Luego le da un nombre a ese enemigo: liberalismo. Nos sumergiría, si no en la antigüedad, en el tribalismo medieval, en períodos en los que los acusados eran juzgados por la prueba o el combate, cuando los juramentos de sangre y el parentesco, en lugar de la confianza, la buena voluntad o el intercambio económico, determinaban las lealtades y lealtades de uno.

No es correcto que el liberalismo «requiera la liberación de toda forma de asociación y relación, de la familia a la iglesia, de la escuela a la aldea y a la comunidad». Por el contrario, el liberalismo libera a la gente de la coerción tiránica e institucionalizada que les impide disfrutar de las asociaciones y relaciones locales, incluidas las de las familias, las iglesias, las escuelas y las comunidades. El liberalismo bien entendido empodera a la gente para que se agrupe y defina su experiencia según sus propias costumbres y costumbres. Gracias al liberalismo, el propio Deneen goza de la libertad de criticar al gobierno en rápido crecimiento que cada vez más intenta imponerle normas y reglas contrarias a las suyas.

Extender el individualismo que caracterizó al liberalismo clásico al progresismo del siglo XX y a la política de identidad moderna, como hace Deneen, es un error. La política de identidad moderna trata sobre el colectivismo en nombre de la autodefinición, la autoconciencia y la autoconstitución, sobre la elección de qué comunidades (Black Lives Matter, LGBTQ, los Socialistas Demócratas de América, los neonazis, etc.) abrazan lo físico (por ejemplo, lo étnico o lo racial), lo ideológico (por ejemplo, lo pannacionalista, marxista, ecosocialista, feminista, anarcosindicalista, supremacista blanco), o características normativas (por ejemplo, justicia social o igualitarismo) en torno a las cuales se forman asociaciones de grupo.

La verdad es que el individualismo prospera en comunidades morales y virtuosas, y que el bien común y las asociaciones de grupos florecen en sociedades que reconocen y comprenden el valor y la dignidad inherentes de cada individuo. De la interdependencia y el fortalecimiento mutuo de la libertad y el orden, del individuo y de la sociedad, Frank Meyer proclamó que «la verdad se marchita cuando la libertad muere, por justa que sea la autoridad que la mata; y el individualismo libre, desinformado por el valor moral, se pudre en su centro y pronto crea las condiciones que preparan el camino para la rendición a la tiranía.1 Para aquellos que insisten en que el individualismo es antitético a la creencia religiosa, que es en sí misma indispensable para el conservadurismo y el bien común, M. Stanton Evans declaró, «la afirmación de un orden trascendente no sólo es compatible con la autonomía individual, sino con la condición de la misma; […] una visión escéptica de la naturaleza del hombre [es decir…] una visión escéptica de la naturaleza del hombre», como intrínsecamente defectuoso y propenso al pecado] no sólo permite la libertad política sino que la exige».2

En una sociedad libre, los empresarios y productores miran a los demás, a las comunidades, para determinar las necesidades básicas que deben satisfacerse. El interés personal racional que motiva la creatividad y la inventiva consiste fundamentalmente en servir a los demás de manera más eficiente y eficaz, en generar recompensas personales, sí, pero recompensas personales por hacer la vida mejor y más fácil para los demás. El Adam Smith de La Riqueza de las Naciones es el mismo Adam Smith de La Teoría de los Sentimientos Morales. Los seres humanos están conectados tanto para cuidar de sí mismos, proteger sus hogares y a sus seres queridos, como para sentir y sentir empatía por los demás. La beneficencia y la generosidad son aspectos principales del individualismo liberal que Deneen calumnia.

La «segunda ola» del liberalismo, en el paradigma de Deneen, es el progresismo. Sin embargo, el progresismo moderno y el Partido Demócrata no tienen casi nada que ver con el liberalismo clásico. Curiosamente y, me atrevo a decir, perezosamente, Deneen desea conectarlos. Sin embargo, no puede trazar una clara línea de conexión entre ellos, porque no la hay. La supuesta conexión es la supuesta ambición de «liberar a los individuos de cualquier relación arbitraria y no elegida y rehacer el mundo en uno en el que prosperen aquellos especialmente dispuestos al individualismo expresivo». (p. 143-44) ¿Debemos interpretar esta afirmación en el sentido de que Deneen preferiría que nuestras relaciones e interacciones fueran arbitrariamente coaccionadas por un poder central en una sociedad cerrada en la que los individuos subordinados siguen habitualmente las órdenes incuestionables de los superiores establecidos?

F. A. Hayek dijo una vez que, «hasta el ascenso del socialismo», lo opuesto al conservadurismo era el liberalismo pero que, en Estados Unidos, «el defensor de la tradición estadounidense era un liberal en el sentido europeo».3 ¿Está Deneen tan inmerso en la cultura estadounidense que no puede reconocer esta distinción básica? Deneen premia el bien común y colectivo que se manifiesta en las comunidades locales, culpando al interés propio racional de la supuesta tendencia universalizadora del liberalismo a erradicar las venerables costumbres y normas culturales. Pero parece confundido por la taxonomía norteamericana en la que ha caído el liberalismo y haría bien en revisar las obras de Ludwig von Mises, quien explicó: «En Estados Unidos, “liberal” significa hoy en día un conjunto de ideas y postulados políticos que en todos los aspectos son lo opuesto de todo lo que el liberalismo significó para las generaciones precedentes. El autodenominado liberal estadounidense apunta a la omnipotencia del gobierno, es un enemigo resuelto de la libre empresa y defiende la planificación integral por parte de las autoridades, es decir, el socialismo».4

Una comparación de la teoría política especulativa de Deneen y su narrativa abstracta de la decadencia con la de Larry Siedentop, profundamente histórica e ideológicamente neutra, Inventing the Individual (Belknap/Harvard, 2014), revela fallas críticas en el argumento de Deneen, comenzando con la proposición de que la clave del individualismo para el liberalismo tiene apenas 500 años. Siedentop menoscaba la imagen común de una Europa medieval asediada por la pobreza y la superstición, la monarquía y la tiranía, la corrupción generalizada y la muerte temprana de la que supuestamente nos rescataron el Renacimiento y, más tarde, la Ilustración. Siedentop ve, en cambio, el ascenso del cristianismo —mucho antes del medievalismo— como la causa del ascenso del individualismo liberal, que, de hecho, tiene sus raíces en las enseñanzas de San Pablo y de Jesucristo. Mientras que Deneen teoriza que el individualismo es reciente y anticristiano, Siedentop traza su historia actual como claramente cristiana, trazando sus características concretas a lo largo del tiempo a medida que proliferaba y sustituía a las antiguas culturas y costumbres paganas que carecían de una comprensión estructural de la dignidad y primacía de la persona humana.

Siedentop atribuye el individualismo liberal al cristianismo; Deneen trata el individualismo liberal como contrario al cristianismo. Ambos hombres no pueden corregir, al menos no completamente.

Caminando hacia atrás en algunas de sus grandes afirmaciones, Deneen reconoce en sus páginas finales que el liberalismo, en ciertas manifestaciones, ha existido por más de 500 años y que tiene mucho en común con el cristianismo:

Mientras que el liberalismo pretendía ser un edificio totalmente nuevo que rechazaba la arquitectura política de todas las épocas anteriores, se basaba naturalmente en largos desarrollos desde la antigüedad hasta la Baja Edad Media. Una parte significativa de su atractivo no era que se tratara de algo totalmente nuevo, sino que se basara en reservas profundas de creencia y compromiso. La antigua filosofía política se dedicaba especialmente a la cuestión de la mejor manera de evitar el surgimiento de la tiranía, y la mejor manera de lograr las condiciones de libertad política y autogobierno. Los términos básicos que informan nuestra tradición política —libertad, igualdad, dignidad, justicia, constitucionalismo— son de origen antiguo. El advenimiento del cristianismo, y su desarrollo en la filosofía política de la Edad Media, ahora muy descuidada, puso de relieve la dignidad del individuo, el concepto de persona, la existencia de derechos y deberes correspondientes, la importancia primordial de la sociedad civil y de una multiplicidad de asociaciones, y el concepto de gobierno limitado como el mejor medio de prevenir la inevitable tentación humana de la tiranía. El atractivo más básico del liberalismo no era su rechazo del pasado, sino su dependencia de conceptos básicos que eran fundamentales para la identidad política occidental. (págs. 184 a 85)

Perdóneme por estar confundido, pero pensé que Deneen se había propuesto criticar el liberalismo y trazar su fracaso, no exaltarlo ni defenderlo, y ciertamente no vincularlo a un antiguo linaje asociado con el cristianismo. Este pasaje representa la desorganización en el corazón del libro de Deneen. El liberalismo no tiene la culpa del estado administrativo masivo y sus redes de agentes y funcionarios que coaccionan a las comunidades locales. Deneen es parte del problema que describe, defendiendo formas de pensar y organizar el comportamiento humano que socavan su esperanza de que se reaviven los valores tradicionales y los lazos familiares o de vecindad a nivel local.

Deneen expresa sus opiniones con una certeza tan enloquecedora que parece altivo y tendencioso, como un manqué celosamente anti-libertario con un hacha que moler. Carece de la delicadeza y la caridad con que los eruditos razonables de buena fe se acercan a sus oponentes ideológicos. No tiene en cuenta la posición de quienes, como yo, creen que el individualismo liberal es una condición necesaria para el florecimiento de las comunidades locales, el cultivo de la virtud y la responsabilidad, la formación de instituciones mediadoras y asociaciones políticas de abajo hacia arriba, y la descentralización y difusión del poder gubernamental. Simplemente no puede entender la posibilidad de que el individualismo liberal cree un vehículo para la preservación de las costumbres y el patrimonio, la unidad familiar y los vínculos sociales a nivel local.

«El estatismo permite el individualismo, el individualismo exige el estatismo» (p. 17), insiste Deneen con pocas pruebas más allá de sus propias teorías ahistóricas especulativas, irónicamente dado su llamado a «formas locales de resistencia más pequeñas: prácticas más que teorías». He aquí una propuesta alternativa: el individualismo liberal y los lazos comunitarios que genera se protegen mejor en una sociedad cristiana que es solemnemente consciente de la falibilidad de la mente humana, de las tendencias pecaminosas de la carne humana y de la imperfección inevitable de las instituciones humanas.

Leyendo Why Liberalism Failed, uno podría salir cuestionando no si Deneen tiene razón, sino si es lo suficientemente culto en la historia del liberalismo como para juzgar esta amplia y centenaria escuela de filosofía que surgió del cristianismo. Qué impresión tan desafortunada para alguien que escribe con tanto estilo sobre tendencias y figuras tan importantes! La realidad, creo, es que Deneen es erudito y culto. Su descripción tendenciosa del liberalismo es, por lo tanto, decepcionante por no poner en evidencia su erudición y su aprendizaje, por promover una visión idiosincrásica del liberalismo que, en última instancia, podría socavar el compromiso clásico y cristiano con la libertad que desea revitalizar.

  • 1.Frank Meyer, «Freedom, Tradition, Conservatism», en What is Conservatism? (Wilmington, Delaware: ISI Books, 2015), pág. 12.
  • 2.M. Stanton Evans, «A Conservative Case for Freedom», en What is Conservatism? (Wilmington, Delaware: ISI Books, 2015), pág. 86.
  • 3.F.A. Hayek, «Why I Am Not a Conservative»The Constitution of Liberty: The Definitive Editio, Vol 17, The Collected Works of F. A. Hayek(Routledge, 2013), p. 519.
  • 4.Ludwig von Mises, Liberalism in the Classical Tradition (1927) (The Foundation for Economic Education y Cobden Press, 2002) (Ralph Raico, trans.), pgs. xvi-xvii.

On Patrick Deneen’s “Why Liberalism Failed”

In Arts & Letters, Book Reviews, Books, Christianity, Conservatism, Historicism, History, Humane Economy, Humanities, Law, liberal arts, Liberalism, Libertarianism, Philosophy, Politics, Scholarship, Western Civilization, Western Philosophy on August 28, 2019 at 6:45 am

The original version of this piece appeared here in the Journal of Faith and the Academy. A later version appeared here at Mises Wire.

Only the bold would title a book Why Liberalism Failed. Patrick Deneen, the David A. Potenziani Memorial Associate Professor of Political Science at the University of Notre Dame, has done just that, proposing that such failure has actually occurred and setting the unreasonable expectation that he can explain it. His operative premise is that liberalism so called created the conditions for its inevitable demise—that it is a self-consuming, self-defeating ideology only around 500 years old. (p. 1) “Liberalism has failed,” he declares triumphantly, “not because it fell short, but because it was true to itself. It has failed because it has succeeded.” (p.3)

Deneen doesn’t define the term liberalism, which isn’t in his index even though it’s littered throughout the book. I have it on reliable authority that one of the peer reviewers of the pre-published manuscript recommended publication to the editors at Yale University Press, provided that Deneen cogently defined liberalism and then cleaned up his sloppy references to it. Deneen ignored this advice, leaving the manuscript as is. His genealogy of liberalism is all the more problematic in light of this refusal to clarify.

Deneen presents a seeming paradox, namely that liberalism, under the banner of liberty and emancipation, produced their opposite: a vast, progressive, and coercive administrative state under which individuals have grown alienated, amoral, dependent, conditioned, and servile. “[T]he political project of liberalism,” he claims, “is shaping us into the creatures of its prehistorical fantasy, which in fact required the combined massive apparatus of the modern state, economy, education system, and science and technology to make us into: increasingly separate, autonomous, nonrelational selves replete with rights and defined by our liberty, but insecure, powerless, afraid, and alone.” (p.16)

One hears in this line echoes of Sartre, and indeed existentialism recommends a certain kind of individualism: the freedom of the rational agent, having been thrust into existence through no choice or fault of his own, to will his own meaning in an absurd and chaotic world. But existentialism is a different species of individualism from that which motivated Hobbes, Locke, and Mill: chief targets of Deneen’s ire. It’s true that Mill disliked dogmatic conformity to custom, but that is a customary—one might even say conservative—position to take. One must preserve, or conserve, after all, a critical mode for undertaking difficult questions without assuming to have already ascertained all suitable solutions. Every age must rework its approaches to perennial problems. There’s plenty of Mill to dislike from a Christian perspective, but his unlikable conclusions do not necessarily follow from his method of inquiry or openness to examining afresh the puzzles and issues with which our ancestors struggled.

The classical liberalism or libertarianism to which Christian individualists adhere promotes peace, cooperation, coordination, collaboration, community, stewardship, ingenuity, prosperity, dignity, knowledge, understanding, humility, virtuousness, creativity, justice, ingenuity, and more, taking as its starting point the dignity of every human person before both God and humanity. This individualism prospers in fundamentally conservative cultures and does not square with Deneen’s caricature of a caricature of a caricature of “liberal” individualism. This conservative individualism, a creature of classical liberalism, advocates liberty in order to free human beings to achieve their fullest potential, cultivate widespread ethics and morality, and improve lives and institutions through economic growth and development. And who can deny that the market economy with which it is bound up has, throughout the globe, given rise to improved living conditions, technological and medical advances, scientific discovery, intellectual curiosity, and industrial innovation?

Deneen wishes to rewind the clock, to recover the virtuous “self-governance” of the ancients that, he believes, was predicated on “the common good.” (p. 99) He sees in antiquity a social rootedness that aligns with Christianity as exemplified in the modern world by Amish communities.(p 106-107) His celebration of the traditional liberal arts adopts, he says, “a classical or Christian understanding of liberty” (p. 129) that emphasizes situated norms and localities, embedded cultures, and institutional continuities. This, however, is a curious take on antiquity, one that flies in the face of the anti-Christian features of classical and ancient thought extolled by Friedrich Nietzsche, Ayn Rand, and Julius Evola, who valued the pagan elements of “the ancient commendation of virtue” (p. 165) and disparaged the modern world as being too Christian.

Deneen is not interested in liberalisms, i.e., the multiplicity of concepts that fly under the banner of liberalism. He prefers casually to lump together varieties of generic ills (everything from industrialized agriculture to the infatuation with STEM, diversity, multiculturalism, materialism, and sexual autonomy) as products of the one common enemy of everything good that the classical and medieval periods had to offer. He then gives that enemy a name: liberalism. He would plunge us back, if not into antiquity, then into medieval tribalism, into periods in which the accused were tried by ordeal or combat, when blood oaths and kinship rather than trust, goodwill, or economic exchange determined one’s loyalties and allegiances.

It isn’t correct that liberalism “requires liberation from all forms of associations and relationships, from family to church, from schools to village and community.” (p. 38) On the contrary, liberalism frees people from the tyrannical and institutionalized coercion that prevents them from enjoying local associations and relationships, including those in families, churches, schools, and communities. Liberalism properly understood empowers people to group themselves and define their experience by their own customs and mores. Thanks to liberalism, Deneen himself enjoys the freedom to critique the rapidly growing government that increasingly attempts to impose on him standards and rules at odds with his own.

Extending the individualism that characterized classical liberalism to twentieth century progressivism and modern identity politics, as Deneen does, is misguided. Modern identity politics is about collectivism in the name of self-definition, self-awareness, and self-constitution, about choosing which communities (Black Lives Matter, LGBTQ, the Democratic Socialists of America, neo-Nazis, etc.) embrace the physical (e.g. ethnic or racial), ideological (e.g., pan-nationalist, Marxist, ecosocialist, feminist, anarcho-syndicalist, white supremacist), or normative characteristics (e.g. social justice or egalitarianism) around which one forms group associations.

The truth is that individualism thrives in moral, virtuous communities, and that the common good and group associations flourish in societies that acknowledge and understand the inherent worth and dignity of every individual. Of the interdependence and mutually strengthening nature of freedom and order, of the individual and society, Frank Meyer proclaimed that “truth withers when freedom dies, however righteous the authority that kills it; and free individualism uninformed by moral value rots at its core and soon brings about conditions that pave the way for surrender to tyranny.”1 To those who insist that individualism is antithetical to religious belief, which is itself indispensable to conservatism and the common good, M. Stanton Evans stated, “affirmation of a transcendent order is not only compatible with individual autonomy, but the condition of it; […] a skeptical view of man’s nature [i.e., as inherently flawed and prone to sin] not only permits political liberty but demands it.”2

In a free society, entrepreneurs and producers are looking to others, to communities, to determine basic needs to satisfy. The rational self-interest motivating creativity and inventiveness is fundamentally about serving others more efficiently and effectively, about generating personal rewards, yes—but personal rewards for making life better and easier for others. The Adam Smith of The Wealth of Nations is the same Adam Smith of The Theory of Moral Sentiments. Human beings are wired both to look out for themselves, protecting their homes and loved ones, and to feel for, and empathize with, others. Beneficence and generosity are principal aspects of the liberal individualism that Deneen maligns.

The “second wave” of liberalism, in Deneen’s paradigm, is Progressivism. (p. 142) Yet modern progressivism and the Democratic Party have almost nothing to do with classical liberalism. Curiously and, I daresay, lazily, Deneen wishes to connect them. He cannot draw a clearly connecting line between them, however, because there isn’t one. The alleged connection is the supposed ambition “to liberate individuals from any arbitrary and unchosen relationships and remake the world into one in which those especially disposed to expressive individualism would thrive.” (p. 143–44) Should we take this assertion to mean that Deneen would prefer our relations and interactions to be arbitrarily coerced by a central power in a closed society where subordinated individuals habitually follow the unquestioned commands of established superiors?

F. A. Hayek once stated that, “[u]ntil the rise of socialism,” the opposite of conservatism was liberalism but that, in the United States, “the defender of the American tradition was a liberal in the European sense.”3 Is Deneen so immersed in American culture that he cannot recognize this basic distinction? Deneen prizes the common, collective good as manifest in local communities, blaming rational self-interest for the allegedly universalizing tendency of liberalism to stamp out venerable customs and cultural norms. But he seems befuddled by the American taxonomy into which liberalism has fallen and would do well to revisit the works of Ludwig von Mises, who explained, “In the United States ‘liberal’ means today a set of ideas and political postulates that in every regard are the opposite of all that liberalism meant to the preceding generations. The American self-styled liberal aims at government omnipotence, is a resolute foe of free enterprise, and advocates all-round planning by authorities, i.e., socialism.”4

A comparison of Deneen’s speculative political theory and its abstract narrative of decline with Larry Siedentop’s deeply historical, ideologically neutral Inventing the Individual (Belknap / Harvard, 2014) reveals critical flaws in Deneen’s argument, starting with the proposition that the individualism key to liberalism is merely 500 years old. Siedentop undercuts the common portrayal of a medieval Europe gripped by poverty and superstition, monarchy and tyranny, widespread corruption and early death from which the Renaissance and, later, the Enlightenment allegedly rescued us. Siedentop sees, instead, the rise of Christianity—long before medievalism—as the cause of the rise of liberal individualism, which, in fact, has roots in the teachings of St. Paul and Jesus Christ. Whereas Deneen theorizes individualism as recent and anti-Christian, Siedentop traces its actual history as distinctly Christian, mapping its concrete features over time as it proliferated and supplanted ancient pagan cultures and customs that lacked a structural understanding of the dignity and primacy of the human person.

Siedentop attributes liberal individualism to Christianity; Deneen treats liberal individualism as inimical to Christianity. Both men cannot correct, at least not fully.

Walking back some of his grand claims, Deneen acknowledges in his final pages that liberalism, in certain manifestations, has in fact been around longer than 500 years and that it has much in common with Christianity:

While liberalism pretended to be a wholly new edifice that rejected the political architecture of all previous ages, it naturally drew upon long developments from antiquity to the late Middle Ages. A significant part of its appeal was not that it was something wholly new but that it drew upon deep reservoirs of belief and commitment. Ancient political philosophy was especially devoted to the question of how best to avoid the rise of tyranny, and how best to achieve the conditions of political liberty and self-governance. The basic terms that inform our political tradition—liberty, equality, dignity, justice, constitutionalism—are of ancient pedigree. The advent of Christianity, and its development in the now largely neglected political philosophy of the Middle Ages, emphasized the dignity of the individual, the concept of the person, the existence of rights and corresponding duties, the paramount importance of civil society and a multiplicity of associations, and the concept of limited government as the best means of forestalling the inevitable human temptation toward tyranny. Liberalism’s most basic appeal was not its rejection of the past but its reliance upon basic concepts that were foundational to the Western political identity. (pp. 184–85)

Forgive me for being confused, but I thought Deneen had set out to criticize liberalism and chart its failure, not to exalt or defend it, and certainly not to tie it to an ancient lineage associated with Christianity. This passage represents the discombobulation at the heart of Deneen’s book. Liberalism is not to blame for the massive administrative state and its networks of agents and functionaries that coerce local communities. Deneen is part of the problem he describes, championing ways of thinking and organizing human behavior that undercut his hope for the reawakening of traditional values and familial or neighborly bonds on local levels.

Deneen airs his opinions with such maddening certitude that he comes across as haughty and tendentious, as a zealously anti-libertarian manqué with an axe to grind. He lacks the delicacy and charity with which reasonable scholars of good faith approach their ideological opponents. He does not entertain the position of those who, like me, believe that liberal individualism is a necessary condition for the flourishing of local communities, the cultivation of virtue and responsibility, the forming of mediating institutions and bottom-up political associations, and the decentralization and diffusion of government power. He just can’t grasp the possibility that liberal individualism creates a vehicle for the preservation of custom and heritage, the family unit, and social bonds on local levels.

“Statism enables individualism, individualism demands statism,” (p. 17) Deneen insists with little proof beyond his own ahistorical speculative theories—ironically given his call for “smaller, local forms of resistance: practicesmore than theories.” (pp. 19–20) Here’s an alternative proposition: liberal individualism and the community bonds it generates are best protected in a Christian society that is solemnly mindful of the fallibility of the human mind, the sinful tendencies of the human flesh, and the inevitable imperfection of human institutions.

Reading Why Liberalism Failed, one might come away questioning not whether Deneen is right, but whether he’s even sufficiently well-read in the history of liberalism to pass judgment on this wide-ranging, centuries-old school of philosophy that grew out of Christianity. What an unfortunate impression to impart for someone who writes with such flair about such important trends and figures. The reality, I think, is that Deneen is erudite and learned. His tendentious depiction of liberalism is thus disappointing for not putting his erudition and learning properly on display, for promoting an idiosyncratic take on liberalism that could ultimately undermine the classical and Christian commitment to liberty that he wishes to reinvigorate.

  • 1.Frank Meyer, “Freedom, Tradition, Conservatism,” in What is Conservatism? (Wilmington, Delaware: ISI Books, 2015), p. 12.
  • 2.M. Stanton Evans, “A Conservative Case for Freedom,” in What is Conservatism? (Wilmington, Delaware: ISI Books, 2015), p. 86.
  • 3.F. A. Hayek, “Why I Am Not a Conservative,” The Constitution of Liberty: The Definitive Edition, Vol 17, The Collected Works of F. A. Hayek(Routledge, 2013), p. 519.
  • 4.Ludwig von Mises, Liberalism in the Classical Tradition (1927) (The Foundation for Economic Education and Cobden Press, 2002) (Ralph Raico, trans.), pgs. xvi-xvii.